5 mar 2015

ORGASMO

Jeroh Juan Montilla





Todo su rostro el pétalo de una mueca
muda y profunda
la máscara del dolor más indescifrable
que te encamina a lo espeso de su carne
esa suave roca en la vísceras del amor
donde oculta una extraña dulzura.

4 mar 2015

LA ALAMBRADA

Jeroh Juan Montilla











Solo los separaba el espesor de una cerca alfajol, una maraña metálica de cientos de huecos rombos.  Todos dormían la siesta de la tarde. Pero ellos, la hembra y el varón, los insomnes de su casa, los coparticipes de la libido y el desvelo, eran los únicos en aquellos dos patios vecinos repletos de la indiscreción de los pájaros sobre los tamarindos y de la algarabía del verano sobre la tierra. Cada quien en su lado de la cerca, dueños indiscutibles del pudor y la concupiscencia. Los otros patios colindantes estaban detrás de gruesos paredones de casi tres metros de alto. Ellos se sabían solos en cada parte del paraíso, olvidados de la mirada de Dios, dueños de un Edén partido a la mitad. Nadie podía verlos en su nueva ceremonia del bien y del mal. La hembra lo había citado para un desconocido juego donde ganar placer y perder inocencia era lo mismo. Llegaron al unísono, en esas coincidencias que solo la complicidad pecaminosa puede permitirse.
Los dos estaban empapados en un silencio espeso y tibio. El varón tenía rastros azucarados en sus mejillas. Ella estaba hermosa, desgreñada y sonriendo como un felino ante su presa.  Hizo el primer gesto, se subió lentamente la falda. El canto de los pájaros fue silenciándose, todos los ruidos y el resto del mundo cayeron lentamente  en el sordo asombro del varón. Ella llevó la falda a la altura de su ombligo y adelantó con tierna obscenidad la parte baja de su vientre. El suspiró y vio como debajo de la tela, en la mitad del cuerpo, la hembra estaba plenamente desnuda, como su piel de trigo pálido refulgía en toda aquella extensión triangular. En medio, como sinuosa joya, cruzaba una larga, rosada, apetitosa y limpia rendija, con dos orillas carnosas a punto de entreabrirse, una maravillosa y cauterizada herida en medio del misterio de aquella entrepierna, la pulpa fresca de un enigma. Ella, a pesar de su insuficiente experiencia, ya era una sabia en las flaquezas de la carne,  dio un paso y plegó todo su cuerpo contra la cerca. El tamaño de su vulva se hizo exacto a uno de aquellos rombos grises de la alambrada. Un boquete lampiño, una blanda rosa de bordes metálicos, delgados y fríos. Entonces, al otro lado de la alambrada, él se arrodilló piadosamente. Ella abrió un poco sus muslos y un maravilloso  perfume cubrió su rostro imberbe del varón, un vaho dulce enlazado en un dejo perfumado de orina.

Ambos estaban ensimismados en la fresca inconsciencia de sus años, entregados a las maniobras silenciosas de una lujuria inexplicada, sin razones ni maestrías, solo los dos con sus cuerpos, debatiéndose entre la sazón de la niñez y el umbral de la adolescencia. El varón sintió como su breve pene se retorció con sabroso desespero en sus cortos pantalones. La boca se le hizo agua, sin embargo, por fuera los labios permanecían cerrados y resecos. Sacó instintivamente la lengua y los relamió. Entonces acercó devotamente el rostro al sagrado nicho y aspiró profundamente el dulzor a urea e incienso de aquella vulva. Lentamente comenzó a lamerla con dedicada veneración. Aquel trozo de carne era salado y suave como una lágrima. La hembra sintió como un oleaje de temblores subió con violencia por sus piernas para chocar violentamente en la raíz de sus cabellos y desplegarse en desordenadas ondas contra el azul soleado de la tarde. El siguió lamiendo en profundo fervor, ella percibió un segundo estallido, un gozoso, fulminante y apagado estruendo en el centro más oculto de su carne. El comenzó a saborear un plácido torrente, entre dulce y ácido, que fue cubriendo con lentitud la brillante y piadosa humedad de su lengua. El, ya completamente postrado, semejaba a un sacerdote en balbuciente oración. La hembra entonces, en el más alto furor de la bacante, pegó con más fuerza su cuerpo a la alambrada. El varón sorbió todo aquel licor hasta que el fuego de la embriaguez detonó un nuevo gozo en el verdoso fruto de su entrepierna,  fue sintiendo como un espeso y frio llanto corrió por su pierna izquierda, el sacrifico de la niñez se había consumado.

Imagen tomada de http://www.paridasclub.com/wp/index.php/tag/alambrada/

La vida sexual de Catherine M. (fragmento de la novela)*

Catherine Millet

Me gusta mucho chupar el sexo de los hombres. Fui iniciada a este respecto casi al mismo tiempo que aprendí a dirigir el glande descapullado hacia la otra entrada, la subterránea. En mi ingenuidad, creí al principio que una mamada era un acto sexual perverso. Todavía me oigo explicando la cosa a una amiga, dubitativa y ligeramente asqueada, yo fingiendo indiferencia y en realidad bastante orgullosa de mi descubrimiento y de mi aptitud para afrontarlo. Esta aptitud es muy difícil de explicar porque, más allá de cualquier vestigio del estadio oral, y antes de la osadía con que se ejecuta un acto que se cree anormal, hay una oscura identificación con el miembro del que una se apropia. El conocimiento que se adquiere por medio de la exploración efectuada simultáneamente con la punta de los dedos y de la lengua, tanto de los detalles más nimios de su relieve como de sus más íntimas reacciones, es quizá superior al conocimiento que posee su propio dueño. De ello se deriva un inefable sentimiento de dominio: una minúscula vibración con la punta de la lengua y he aquí que se produce una reacción desmesurada. A esto se añade que absorber con toda la boca proporciona una impresión más clara de estar llena que cuando lo engulle la vagina. La sensación vaginal es difusa, jubilosa, el invasor parece derretirse dentro, mientras que se distinguen perfectamente los dulces contactos del glande en el exterior o el interior de los labios, en la lengua, el paladar y hasta en la garganta. Sin hablar de que en la fase final se saborea el esperma. En suma, eres solicitada tan sutilmente como solicitas tú misma. Para mí subsiste el misterio de la transmisión del orificio superior al inferior. ¿Cómo es posible que el efecto de la succión se perciba en la otra extremidad del cuerpo, que la opresión de los labios alrededor del pene forme una pulsera durísima en la entrada de la vagina? Cuando la felación se ejecuta bien, me tomo mi tiempo y procedo a reajustar mi postura, a variar el ritmo, siento venir de una fuente que no mana en mi cuerpo una impaciencia que afluye y concentra una inmensa energía muscular ahí, en ese sitio del que sólo tengo una imagen imprecisa, al borde de ese abismo que me abre desmesuradamente. El orificio de un tonel al que se le pone un fleje. Cuando el anillo lo genera el contagio de la excitación del clítoris vecino, lo entiendo. ¡Pero cuando la orden procede del aparato bucal! La explicación, sin duda, hay que buscarla en un recoveco mental. Por más entornados que tenga los párpados la mayoría del tiempo, tengo los ojos tan cerca de la minuciosa tarea que sin embargo la veo, y la imagen que capto es un poderoso activador del deseo. El fantasma quizá consista también en que, detrás de los ojos, ¡el cerebro tendría una inteligencia instantánea y perfecta del objeto que casi lo toca! Primero veo mis propios métodos para regular la respiración: el estuche flexible de mi mano, mis labios replegados por encima de mis dientes para no lastimar, mi lengua que lanza una caricia al glande cuando se aproxima. Evalúo visualmente su recorrido, toda la mano que acompaña a los labios, a veces con ligero movimiento giratorio, y acrecienta la presión a la altura del gran retoño terminal. Luego la mano de pronto se solidariza para menear vigorosamente, sólo con dos dedos en forma de tenaza, y agita la sedosa extremidad sobre la almohadilla de los labios cerrados en un beso. Jacques siempre deja escapar el "ah" claro y breve de un rapto por sorpresa (a pesar de que conoce perfectamente la maniobra), y redobla mi propia excitación, cuando la mano afloja para que la verga se adentre plenamente hasta tocar el fondo de la garganta. Trato de mantenerla ahí unos instantes, e incluso de pasear su redondez por lo más hondo del paladar, hasta que las lágrimas afluyen a mis ojos, hasta que me ahogo. O bien, y para eso hay que tener todo el cuerpo bien vertical, inmovilizo el tallo y toda mi cabeza gravita alrededor y distribuyo caricias con las mejillas, el mentón mojado de saliva, la frente y el pelo y hasta la punta de la nariz. Lamo con una lengua pródiga hasta los cojones que tan bien se tragan. Movimientos entrecortados de sesiones más largas sobre el glande, donde la punta de la lengua describe círculos, a no ser que aplique carantoñas sobre el reborde del prepucio. Y, acto seguido, ¡hala! Sin avisar, me lo trago todo y oigo el grito que transmite su onda al anillo forjado en la entrada del coño.
Si me abandonase a la facilidad podría escribir páginas sobre esto, sobre todo porque la sola evocación de este trabajo de hormiga provoca ya los primeros signos de la excitación. Puede que haya una correspondencia remota entre el cuidado con que ejecuto una mamada y el esmero que pongo, cuando escribo, en todas las descripciones. Me limitaré a añadir que también me gusta renunciar a mi función de directora. Me gusta que dos manos firmes me inmovilicen la cabeza y que me follen la boca como me follarían el coño. En general, experimento la necesidad de apresar con la boca en los primeros momentos de la relación, con ánimo de activar los mililitros de sangre que producen la erección. Ya estando ambos de pie y yo dejándome deslizar hasta los pies de mi compañero, o bien estando acostados y yo metiéndome debajo de la sábana. Como en un juego: voy a buscar en la oscuridad el objeto de mi codicia. Por lo demás, en esos momentos, empleo tontamente palabras de niña glotona. Reclamo "mi pirulí gordo", lo cual me regocija. Y cuando de nuevo levanto la cabeza, pues es preciso relajar los músculos aspirados hacia el interior de mis mejillas, me contento con el "hum... qué rico" de quien hace crecer la satisfacción de sus papilas cuando se dedica sobre todo a cebarse. Del mismo modo, recibo los cumplidos con la vanidad del buen alumno el día del reparto de premios. Nada me anima más que el que me digan que soy "la que mejor la mama". Mejor aún: cuando, con vistas a la escritura de este libro, interrogo a un amigo, veinticinco años después de haber cesado toda relación sexual con él, me dice que posteriormente "nunca ha encontrado otra chica que hiciera tan bien una mamada", bajo los ojos, en cierto modo por pudor, pero también para encubrir mi orgullo.

* Texto tomado de http://www.angelfire.com/creep/inkubus/milletoral.htm
La imagen realizada por el pintor Mihály Von Zichy fue tomada de http://sinfonicacaotica.blogspot.com/2013/04/mihaly-zichy-amor.html